Es así como debemos acoger del don de la fe para ser en medio de la ciudad discípulos y testigos. Somos pueblo de Dios, Iglesia en salida, que no pretende mostrarse arrolladora y provocativa, sino humilde y testimonial, pero nunca acomplejada. Este es nuestro tiempo, un tiempo de gracia en el que Dios sigue haciendo su obra en nosotros y a través de nosotros, Iglesia en camino.
Estemos presentes en la sociedad sin temer al diverso y al distinto, sino únicamente a los prejuicios que arman al laicismo excluyente o al creyente maniqueo. Tenemos que ser levadura
en este mundo plural, pero con gozo. ¿Nunca hemos reparado en que la Primera palabra de Dios en el albor de los tiempos nuevos y plenos fue, y es, «alegría» (cf. Lc 1,26)? ¿Dónde
queda la dulce y confortadora alegría que brota de la frescura original del Evangelio? (cf. EN 80).
La aportación de los creyentes, y de la Iglesia en su conjunto, a la plaza pública tiene que ser profética, nunca acomodaticia, y tiene que responder a las necesidades y a las inquietudes
del presente. Una dimensión profética realizada con verdad, con lenguaje atractivo y mirada amable, con una inteligencia suficiente que sepa distinguir lo importante de lo secundario.
No seamos ni profetas de calamidades ni encantadores de serpientes. Aprendamos a hablar, o mejor vivir, desde el lenguaje del testimonio y del amor, porque «sólo el amor es digno de fe». Y en el ámbito de la fe la credibilidad depende de la pureza del amor: cuanto más generoso, gratuito, desinteresado y universal sea el amor del creyente, más creíble será su testimonio. Un amor que convierte a cualquier ser humano en prójimo (cf. EG 179).
Como Iglesia diocesana tenemos aquí una responsabilidad única en medio de la sociedad: ser testigos de la paternidad de Dios y de la fraternidad de Cristo. Tenemos que mostrar en concreto que ambas son capaces de engendrar vida y compañía, cercanía y esperanza en los que se ven arrinconados en la soledad, desvalidos en su orfandad y olvidados en la marginalidad. Cada gesto, cada presencia, cada acción hablan de la generosidad y entrega de todos los que, desde su vocación bautismal, viven como don y tarea el ser discípulos misioneros en nuestra diócesis: de todas las edades y de todos los carismas, de todas las comunidades y parroquias, de todos los ministerios y servicios han brotado acciones pastora-
les, evangelizadoras, celebrativas, asistenciales, educativas y culturales.
Si nos dejamos llevar de dudas y temores, seremos espectadores del estancamiento infecundo de la Iglesia (cf. EG 119). Seamos actores de la misteriosa fecundidad del Espíritu (cf.
EG 280).