Orgullosos de nuestra fe

† Mario Iceta Gavicagogeascoa 

Arzobispo de Burgos

Queridos hermanos y hermanas: «Un día me puse a pensar cuál será el último puesto que puede haber en el mundo. Y descubrí que el último puesto es a los pies del traidor Judas.

Y quise colocarme yo allí, pero no pude, porque allí estaba Jesucristo arrodillado lavándole los pies. Desde entonces creció mi aprecio por la humildad».

Tras estas palabras que pronunció san Francisco de Borja y que dejan paso a un tímido y fecundo silencio, deseo recapitular dónde nace lo verdaderamente importante de la fiesta que hoy celebramos: el Día de la Iglesia Diocesana.

Esta casa que nos cobija y nos reúne bajo el manto misericordioso del Señor es un hogar donde nos pertenecemos mutuamente y donde las alegrías y los padecimientos de nuestros hermanos son, también, los nuestros. 

Por eso, nuestra alegría como Iglesia diocesana es dejarnos afectar por la pena o la alegría de aquel que está sentado a nuestro lado, aunque apenas diga nada de aquello que le conmueve; es hacernos prójimos dejando en casa un universo entero de in certidumbres; es abandonarlo todo porque alguien necesita una palabra de aliento, un gesto de fe o un abrazo eucarístico que dé sentido a su vivir. 

La alegría de nuestra fe no consiste en hablar de nosotros mismos y de todo cuanto construimos con nuestras propias manos, sino que se trata de reforzar el sentimiento de pertenencia al corazón compasivo del Padre.

Y ahí brota la raíz de lo que significa ser Iglesia diocesana: ofrecer el tiempo, poner los dones al servicio, ayudar económicamente cuando más cuesta, rezar por los demás, amparar el dolor de quien no sabe qué decir, acompañar la soledad, escuchar al perdido, sostener al desamparado y dejar de preocuparse por el propio bienestar para ocuparnos de quien pone el Señor en nuestro camino. Sí, aunque a veces cuesta; pero solo cuando abrazamos nuestra propia debilidad, encontramos esa fuerza de
Dios que sobreabunda nuestra razón (cf. 2 Cor 12,10-16).

La Iglesia, como realidad empapada por la fe, la caridad y la esperanza, ha de ser cercana, humilde y amable; un hogar donde todos, desde nuestra vocación y como miembros de su cuerpo, somos necesarios, únicos e importantes. Porque así nos mira Dios, con un amor infinito, mientras sigue de cerca nuestras huellas que caminan hacia la Tierra prometida.

Le pedimos a santa María la Mayor, patrona de nuestra archidiócesis, que cuando arrecie el temporal nos cuide con su amor maternal, que nunca nos olvidemos de los más necesitados y asistamos a los enfermos «con el cariño de una madre hacia su único hijo enfermo», como pedía san Camilo de Lelis.

Y recuerda: tú eres Iglesia diocesana, que es hogar, sostén y amparo, y mientras sigas renovando cada encuentro con Cristo crucificado y resucitado, en tu vida y en la de tus hermanos, no habrá una sola parroquia abandonada en el corazón del mundo.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.

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