A todos cuantos formamos la Iglesia, la diócesis y la parroquia, nos gustaría que fueran realidad viva, formada por personas apa sionadas por Cristo y entregadas a los demás. Solo cuando cuan tos la formamos somos apasionados de Cristo y generosos con los demás, logramos esa vitalidad.
Una familia es una familia que cumple con su misión en la medida en la que todos sus miembros esperan recibir lo mejor de ella, pero también si cada uno da lo mejor de sí mismo. Esta familia funcionará bien, y todos se sentirán a gusto en ella, no solo cuando recibe de ella, sino cuando cada uno aporta en ella lo que tiene personalmente como peculiar y propio.
La Iglesia, la diócesis, la parroquia para que sean realmente vivas, es necesario que estén formadas por personas que, conscientes de todo lo que de ella reciben, están dispuestas a poner a su servicio, medios materiales, cualidades, tiempo, saber y, en definitiva, si está formada por personas que están dispuestas a servir y ayudar a los demás a la comunidad cristiana.
Para estar en esta disposición de dar lo mejor de nosotros mismos a favor de todos, es necesario valorar lo que Cristo nos propone y estar verdaderamente apasionados por su persona, que es la fuente de donde brotan nuestra generosidad y el desprendimiento en favor de todos.
Si queremos que nuestra Iglesia, diócesis y parroquia sean realidades vivas, hemos de ser verdaderos creyentes, verdaderamente apasionados por Cristo, porque solo desde la fe, valoraremos lo que Cristo nos pide como respuesta a su generosidad, y lo que hemos de hacer nosotros en favor de los demás y como respuesta a sus llamadas desde la comunidad a la que pertenecemos.
Vivamos nuestra fe y nuestra relación de amistad con el Señor, porque solo desde Él seremos verdaderos miembros vivos, capa ces de entregarse a los demás y de ser una comunidad viva y una familia auténtica.