La Iglesia universal, y cada una de las Iglesias particulares en las que “se encuentra y actúa verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica (Conc. Vaticano II, decreto Christus Dominus, n. 11) constituimos una gran familia, estructurada por vínculos sobrenaturales, pero que no por eso dejan de ser de naturaleza familiar. De la Iglesia universal y local forman parte quienes han sido “regenerados” por el bautismo, por el que somos hechos hijos de Dios y hermanos unos de otros. Todos participamos de la misma mesa de la Palabra de Dios por la que somos instruidos y de la misma y única eucaristía con la que nos alimentamos.
La unidad de la familia se mantiene y acrecienta en la medida en que se respira con un solo corazón y una sola alma: el tuyo-mío queda diluido en el nosotros, donde prevalece lo común; lo de todos, el bien común, prima de algún modo sobre lo particular o personal; todos sus miembros trabajan en la misma dirección y con unos mismo objetivos; todos se sienten parte de algo que los supera y está por encima de cada uno. Cada cual debe colaborar con los propios dones a su crecimiento y desarrollo.
Es preciso que en todos, bien unidos, crezca el deseo de sumar nuestras cualidades, energías, tiempo y dedicación al servicio de esta gran familia que es la de Cristo, Señor nuestro. Todos tenemos en ella un lugar y función precisos. De cada uno depende que alcance del mejor modo el fin para al que fue instituida.
Para ello, debemos reforzar los vínculos de fe, esperanza y caridad que nos unen. Sin olvidar que debemos servirla también con nuestros bienes materiales. No son lo más importante, pero no por ello dejan de ser necesarios. En estos tiempos de dificultad, el servicio de la Iglesia a la sociedad se hace todavía más evidente. Nuestra Iglesia local, cada una de nuestras parroquias, con sus diversas instituciones, son un “verdadero bien social” que necesitan de nuestro apoyo para disponer de los recursos con los que llegar todavía a más gente.