Fe con obras

† Leonardo Lemos Montanet

Obispo de Ourense

Muchas veces da la sensación de que vivir nuestra fe de manera coherente resulta incompatible con todo aquello que conlleva una carga de materialidad.

Pensar así es olvidarse de la misma estructura íntima del ser humano. Cómo podríamos manifestar y vivir nuestra fe si no fuésemos capaces de materializarla, de concretar. Me
pregunto cómo podríamos vivir esos canales de la gracia que son los sacramentos, si se nos prohibiese utilizar, como cauces de esos dones sobrenaturales, la realidad del agua, el aceite, el pan y el vino de la eucaristía.

De igual modo, cómo podríamos ejercer el ministerio de la solidaridad y de la caridad, estrechamente vinculados con el culto, sin contar con los albergues, los hospitales, los monaste-
rios con sus hospederías... esas puertas abiertas para todos, sin distinción. Y si alzamos la mirada al horizonte nos encontramos con las torres de las catedrales, los campanarios de las iglesias y las ermitas, signos externos que se convierten en referencias de que allí se reúne una comunidad para orar, celebrar y festejar a Dios y a sus santos. Son tantos los ejemplos que podemos descubrir para ser conscientes de que, a pesar de vivir en un mundo secularizado, no podemos dejar de sentirnos orgullosos de nuestra fe. Una fe que si no se manifiesta en obras concretas es, de suyo, una fe muerta.

Este verano he vivido, con un buen grupo de jóvenes de esta diócesis, la peregrinación que nos llevaba a la JMJ de Lisboa 2023. Este acontecimiento de gracia no podríamos vivirlo sin
ese soporte material y económico. Necesitamos valernos de medios para realizar un sinfín de acciones pastorales, asistenciales, académicas, catequéticas; obras materiales que nos ayudan a vivir, acreditar y proponer nuestra fe.

Nos sentimos «orgullosos de nuestra fe» que, como don de Dios, recibido en el seno de la Iglesia, ha llegado a nosotros a través de los hogares de nuestros abuelos y padres, que pasaron su vida en el entorno de la casa del mejor amigo de todos los que habitan un pueblo, una barriada, una villa: Jesucristo. Estamos «orgullosos de nuestra fe» cuando visitamos la pila bautismal de esa iglesia perdida en medio del mundo rural, donde hemos sido bautizados y, gracias a la colaboración material de tantos, la encontramos limpia, arreglada, siempre dispuesta para el recuerdo vivo y orante. O cuando enseñamos el edificio del seminario o ese colegio de las religiosas donde hemos vivido tantos años y nos hemos formado, o aquel convento en el que en tantas ocasiones entrábamos, y seguimos haciéndolo, para rezar o visitar a ese Dios que se hizo un vecino más en medio de nuestros pueblos, ese amigo, siempre presente, de los hombres y mujeres de nuestra tierra.

Sintámonos «orgullosos de nuestra fe» y esforcémonos, en la medida de nuestras posibilidades en colaborar con esta Iglesia en la que hemos nacido, vivimos y, con la ayuda de Dios, en la que deseamos morir. Una Iglesia que en su peregrinación por este mundo necesita los medios necesarios para que no sólo nosotros, sino otros muchos puedan sentirse orgullosos de una fe que nos hace sentir hermanos y amigos.

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