Orgullosos de nuestra fe

† Manuel Herrero Fernández, OSA

Obispo de Palencia

Todos los años, en un domingo de noviembre, celebramos el Dia de la Iglesia Diocesna.

Un día para caer en la cuenta de que formamos parte de la Iglesia, en concreto de la Iglesia que peregrina en tierras palentinas. La formamos el obispo, los presbíteros o sacerdotes, los diáconos, los miembros de la vida consagrada –monjes, monjas, religiosas y religiosas– y los laicos y las laicas.

La Iglesia no es una multinacional, como una de tantas que hay, con una dirección única y después sucursales, como los bancos, o las compañías telefónicas. La Iglesia es una comu-
nión de comunidades, una gran familia, integrada por muchas familias. Es la familia de los hijos de Dios y hermanos en Cristo extendida por toda la faz de la tierra y de la cual todos los
cristianos bautizados formamos parte.

Respecto de nuestra familia debemos tener no sólo una conciencia de pertenencia, sino de amarnos, conocernos. Ayudarnos y un cierto orgullo, no por nuestros apellidos o pretendida nobleza de estirpe, sino una cierta jactancia, satisfacción, un presumir, una satisfacción y contento, un gloriarnos de ser lo que somos. No de nuestra raza, nuestra historia, de nuestra lengua, de nuestros monumentos, de nuestra tierra, de nuestra literatura, de nuestra ciencia, de nuestro potencial económico o nuestra fama. Pero... ¿dónde ponemos nuestra gloria, nuestro orgullo?

Nos lo dice san Pablo en Gálatas, 6,14: «Dios me libere de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo para la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo».
«Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó, por mí» (Gal 2,20).

Pero la fe se manifiesta en la caridad, en las obras. Estas obras se hacen gracias a la ayuda de Dios y la colaboración de todos los fieles, también económica. Las obras que la Igle-
sia como comunidad y cada uno de los cristianos hacemos siguiendo el ejemplo de Cristo, no para pavonearnos de ellas, para que nos condecoren, lo reconozcan y nos aplaudan, nos
alaben, sino para que, siendo sal de tierra, levadura en medio de la masa y luz del mundo, alumbremos a toda la sociedad y viendo nuestras buenas obras den gloria al Padre que está en los cielos (cf. Mat 5,13-16).

Esta jornada también tiene otra dimensión: la Iglesia desea ser transparente, no ocultar nada, darse a conocer y por eso da cuenta de lo que recibe de los fieles o miembros de la Iglesia y de otras instituciones civiles para hacer el bien a la sociedad, especialmente a los más humildes, pobres y necesitados. No es todo, porque hay muchas obras buenas que sólo las conoce Dios y quizás la conciencia de cada uno, pero, son algunas para que todos nos decidamos a hacer el bien y curar (Hch 10,38). A los heridos de la vida como buenos samaritanos (Lc 10,25-37), como lo hizo Jesucristo, el mejor ser humano e Hijo de Dios que ha vivido en nuestro suelo (GS 22).

 

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