Muchas personas creyentes y no creyentes ponen la X en la casilla de la Iglesia. Que lo hagan los creyentes tiene lógica, pero ¿por qué lo harán aquellos que abiertamente manifiestan que no tienen fe? Ahora yo tendría que decir que la Iglesia es una ONG estupenda y que Cáritas resuelve muchas papeletas difíciles cada año, por no insistir en el hecho de que está demostrado que un euro en Cáritas hace como tres euros en la asistencia social del Estado.
Como debía decirse, ya está dicho. Y es un buen argumento. Pero el quid está no en la calidad de los argumentos, sino en el argumento en sí, en la necesidad de que para ayudar de algún modo a la Iglesia Católica haya que explicarse, que justificarse, que argumentar, como si estuviéramos cometiendo una acción poco digna que requiriese de atenuantes. Y no solemos reparar en este hecho y en todo lo que significa.
El mundo en que vivimos, nuestra cultura, y hasta nuestra escritura, nuestros actos más cotidianos están ligados a la Iglesia de Roma con un vínculo tan estrecho que no hay maquillaje ideológico capaz de taparlo. Ella ha sido el puente que ha atravesado los siglos ligando el inestable presente con el pasado. Es el cimiento sobre el que está construida nuestra casa. Está claro que tiene defectos, pero sin duda es la nuestra. A ello hay que sumar el hecho de que como cristianos nos ven y nos nombran los que no lo son, de una manera absolutamente irremediable. Sobre su voluntad y sus designios no tenemos poder alguno. Hemos llegado ya al punto de idiocia que nos hace creer que el mundo va someterse a nuestros deseos, que podemos evitar la violencia con cuatro palabras bienintencionadas y la vejez y la muerte con cuatro operaciones de estética. Vamos a morir de éxito sin duda. Pero cuando esto ocurra, los del crucifijo resistirán.
Pero no hay que fijarse sólo en la caridad. Hay que mirar también un patrimonio histórico que se debe mantener y que debe seguir estando en manos de la Iglesia, no sea que pase lo que en mi pueblo, que por poco se viene abajo una iglesia que tiene cinco siglos por abandono del ayuntamiento. Hay archivos que custodiar, los más importantes que tiene el país, y en ellos está la historia de nuestros pueblos y nuestras ciudades y de nuestras propias familias. Hay que mantener los seminarios para que haya curas. No nos damos cuenta de la realidad extraordinaria que es que un joven de 2017 destinado a ser carne de gimnasio y tatuaje, esclavo de sus tarjetas y comprador compulsivo, renuncie a todo eso, al sexo deportivo y al materialismo rampante que nos rodea, para ser pobre toda su vida, para seguir una vocación que le exige grandes sacrificios porque tiene fe. Qué sea la fe a mí no me ha sido revelado pero debe ser algo muy grande. El verdadero revolucionario no es ese de los pelos verdes y los pantalones cuidadosamente rotos, siempre a la moda, por supuesto. Ese es ya muy antiguo y está muy visto. El revolucionario, el políticamente incorrecto, el contracorriente es ese muchacho que reza en silencio (¡en silencio!) en un seminario, en este mundo de pura confusión y prisa enloquecida en que vivimos.
He dado ya muchos argumentos y me he justificado bastante. Ahora diré el definitivo: le doy mi dinero a la Iglesia Católica porque quiero.
Artículo escrito por
María Elvira Roca Barea, autora de libro "Imperiofobia y Leyenda Negra".