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Padre Álvaro

Padre Álvaro

“La Iglesia curó las heridas de mi infancia. Ahora soy yo quien ayuda a curar las de otros”

Con seis años, Álvaro Sicán se vio metido en el mundo de las pandillas de su país, Guatemala. El padre Álvaro, hoy capellán de prisiones en España, ha visto morir compañeros “por sobredosis y balas”. Asegura que si no es por la Iglesia, él probablemente sería uno de esos presos a los que hoy ayuda como sacerdote.

Pensó que era un disfraz lo que vestía aquel hombre menudo que se le acercó con confianza, cuando la mayoría de la gente lo que hacía era alejarse de un drogadicto como él. En realidad, era el hábito franciscano de un fraile que propició –ahora lo reconoce, en aquel tiempo no– su encuentro trascendental con la Iglesia. A pesar de que sus padres eran muy religiosos, Álvaro Sicán había permanecido siempre ajeno a una institución a la que, con el tiempo, dedicaría toda su vida. Su historia tuvo, aquel día, un antes y un después.

La infancia de este guatemalteco de 39 años estuvo marcada por experiencias muy negativas que forjaron en él una personalidad rebelde. Recuerda sus primeros años de vida bajo la atmósfera de la inestabilidad política y la guerra civil en su país. Ciertas amistades y su espíritu independiente le llevaron a dejar de lado los estudios y su sueño de ser deportista de élite para entrar a formar parte de una pandilla y abusar de los estupefacientes.

“Las pandillas de entonces no eran como las de hoy –remarca–. Tenían un sentido de hermandad, de compartir, de juego... Ciertamente había mucha droga, pero no había tanta violencia como ahora se ve”. Aquellos años complejos, no obstante, le ayudaron a forjar la persona que es hoy: “Gracias a aquello, puedo ver la vida de otra manera. De no haber sido por aquellas experiencias fuertes que viví, ahora no podría hacer lo que hago”.

“Aquí veo la labor grande de la Iglesia: ese trabajo de acompañar a gente a la que todo el mundo da la espalda”

Y es que, pasados los años, el hoy padre Álvaro se ocupa de sanar las heridas de tantos jóvenes perdidos como él en aquel entonces, que pagan sus errores con una pena de privación de libertad. Es fraile mercedario y trabaja como capellán de la prisión de Zuera, el principal centro penitenciario de Aragón.

En la Orden de la Merced a la que pertenece, ha encontrado sin duda su vocación. Y es que los miembros de esta orden se comprometen con un cuarto voto a dar su vida si es necesario por rescatar a quienes se encuentren en peligro, algo que él tenía claro desde su más tierna infancia.

Foto de unas manos
Padre Álvaro
Padre Álvaro

Con solo cinco o seis años, una experiencia traumática marcó su vida. Volviendo del colegio, se encontró el revuelo alrededor de una casa en llamas en cuyo interior se encontraba atrapado uno de sus amigos. “Me escapé de los bomberos y estuve a riesgo de morir en el incendio por salvar a mi amiguito”, recuerda. La muerte de aquel niño fue quizá la chispa que prendió en él el incendio de la evasión que consumiría gran parte de su juventud, hasta que aquella conversación con el franciscano le llevó a querer salir de la espiral de sinsentido en la que había caído y conocer a los padres mercedarios.

“Yo no tuve experiencia de cárcel –señala–, pero sí que vi cómo muchos compañeros acabaron en ella. Muchos se suicidaban, otros murieron de sobredosis o con un tiro en el cuerpo sin poder llamar a un médico que los socorriese, y a otros no podíamos ir a visitarlos, porque ya te relacionaban y podían detenerte también. Teníamos una promesa de que si alguno se salvaba tenía que ir a salvar al resto y, en cierta medida, creo que es lo que me ha llevado a meterme en este mundo. Nunca me planteé ser sacerdote, pero me dijeron: ‘¿Quieres?’. Y aquí estoy".

Foto recurso en una reja

El padre Álvaro trabaja en el ámbito de la prisión en tres aspectos fundamentalmente: en la prevención, evitando que los jóvenes caigan en el pozo de la cárcel; en el acompañamiento a los que ya han caído, apoyándolos material y espiritualmente, haciendo de puente entre ellos y sus familias o siendo la familia de los que están solos; y en la reinserción de los que ya han salido, ofreciéndoles herramientas que eviten que vuelvan a delinquir como pisos de acogida, asesoramiento legal, formación o ayuda en la búsqueda de empleo.

“Dios me ha guiado para ver las dos caras de la misma moneda. Sin esas experiencias fuertes que he vivido, hoy no sería el que soy ni haría lo que hago”

“Trabajamos antes, durante y después de la cárcel –afirma con voz pausada pero firme, propia de quien no se asusta de nada porque ha visto de todo–. Es un trabajo integral. En el plano de la fe, somos conscientes de que no somos nosotros los que vamos a llevarles a Dios, porque Dios ya está allí. Les ayudamos a hacer el proceso de descubrir a Dios en medio de esa realidad”.

En ese proceso de reconstrucción de la persona, Álvaro trabaja por restañar las llagas en el plano humano, psicológico y espiritual: “Tratamos de ir curando las heridas tanto externas como internas a través del perdón. Es importante reconciliarnos primeramente para después poder salir al encuentro del otro”.

Una Iglesia en salida que acude en socorro de quien quizá solo necesita una sonrisa sin reproches, un oído atento, una mano tendida como la que recibió aquel día el padre Álvaro de parte de aquel misterioso hombre disfrazado.

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“La Iglesia curó las heridas de mi infancia. Ahora soy yo quien ayuda a curar las de otros”

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